Desde hace dos años se sumó a las autodefensas y ya ha matado a cinco Caballeros Templarios. Se sonríe. De alguna forma siente que está haciendo lo correcto. Asegura que no tuvo alternativa de escoger la vida que lleva.
“Cuando vi cómo mataron a mi papá”, confiesa, “supe que éste sería mi destino”.
No quita lo ojos del suelo. Cuando habla acaricia el AK-47 terciado sobre las piernas. Parece un niño que a punto está del llanto, pero se recompone. Le brillan los ojos y aprieta las quijadas. El odio se le desborda por el escuálido cuerpo de apenas 13 años, en donde ya se monta un hombre en pie de guerra.
Pero de una cosa está seguro: no se va a separar de su rifle hasta que haya cobrado venganza. Se juró matar a los tres que a quemarropa asesinaron a su padre. Como en adelantos de película intenta describir la noche en que un comando de Los Caballeros Templarios irrumpió en su casa. No alcanza a contar la escena del asesinato cuando le ganan los sollozos. Se muerde los labios hasta casi sangrarlos. Voltea hacia otro lado. Respira profundo. Se serena y retoma la conversación.
“A mi papá lo mataron solo porque no quiso irse a trabajar para los Templarios”.
Fue uno de los cientos de hombres asesinados delante de su esposa e hijos.
Después de la muerte de su padre, cuenta Antonio, la familia abandonó la casa. Dejaron el lugar porque nadie quiso volver a revivir la escena limpiando la enorme mancha de sangre que se quedó calcada en el piso de cemento. La viuda y los tres huérfanos se fueron a vivir con los abuelos maternos a otra comunidad cercana a Tancítaro. Desde ese día el más pequeño de los hermanos no ha dicho una sola palabra, y su madre enfermó de diabetes.
Solo en el cuerpo de Antonio bulló la venganza.
Le arrebataron la inocencia
Hasta antes del 18 de octubre del 2013, Antonio era un niño normal. Era uno más de la chiquillada que crecía corriendo y soñando por las estrechas calles de Tancítaro. Su vida transcurría, como la de muchos niños de esa zona de las montañas de Michoacán, entre los quehaceres de la casa y la obligación de la escuela. Le gustaba jugar por las tardes futbol y se pasaba largas horas viendo los programas de comedia en la televisión. Soñaba con ser doctor y por eso se esforzaba en la escuela con las matemáticas. El amor ya se despertaba en él, pero pudo más el odio cuando la vida le cambió radicalmente.
Es desconfiado. Solo después de varias intermediaciones cedió a contar su historia. En la escuela primaria a la que iba, su nombre está envuelto en un halo de fantasía y leyenda. Algunos de sus compañeros hablan de Toño… el niño que se fue a la guerra. Le atribuyen victorias ganadas sobre el cartel de los Templarios. Otros más lo recuerdan con la resignación del que saben lejos y perdido. Sus maestros no quieren hablar de él porque en esta región nadie nombra a los que tomaron las armas. Son solo héroes anónimos que luchan contra las células del cartel que una vez se adueñó de la vida de todos.
A la orilla del camino que va de Tancítaro a la comunidad de Pareo fue la cita. Es la zona que tiene asignada a su control. Es el corredor templario que comunica la montaña con Tierra Caliente. Es el principal punto de movilización de algunas células que se mantienen activas y escondidas en el cerro de Tancítaro. El niño autodefensa, con 12 hombres armados a su mando, se aleja del grupo para recibir al reportero. Reorganiza el retén. A unos de sus hombres los mueve a varios metros detrás de la barricada. Es un general en el cuerpo de un niño. No quita las manos del fusil de asalto que le cuelga a la altura de la cintura y que manipula como si fueran los manubrios de una bicicleta.
Con una sonrisa intenta suavizar el drama de la guerra. Escudriña atento los movimientos de la grabadora en la mano. El rostro se le torna serio cuando recuerda a su padre asesinado. Confianza que nunca se imaginó tener que vivir con un rifle en las manos, porque en su casa nunca hubo armas. Dice en sus palabras que la sed de venganza lo ahoga todas las noches. Supo que la guerra sería su destino cuando mataron a su padre.
“No lo pensé mucho”, cuenta. “Primero pensé en comprar una pistola y buscar a los asesinos de mi padre, pero luego supe de las autodefensas y me enlisté”.
De alta en las autodefensas
Incorporarse a los grupos de autodefensas fue fácil. Dos días después de que mataron a su padre, apenas lo sepultó, se presentó en una barricada que estaba sobre la comunidad de Apo, en el camino a Los Reyes. Allí le platicó al comandante del grupo que quería ser parte de la resistencia al crimen organizado. Le preguntaron las razones y él argumentó la pesadilla de ver morir a su padre. Lo aceptaron en las filas, pero le dijeron que tendría que esperar turno para portar arma. Los fusiles son otorgados en función de los que pueden incautar a los templarios abatidos o detenidos. Otra alternativa fue comprársela al “Gringo”, uno de los que venden armas a los civiles alzados en todo el estado de Michoacán.
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